viernes, 14 de enero de 2022

MÁS FÁBULAS PARA LEER

 MERCURIO Y EL LEÑADOR

Había una vez un leñador que cada mañana acudía a trabajar a un bosque cerca de su hogar. Por allí pasaba un río que estaba dedicado al dios Mercurio. En sus aguas cristalinas, el hombre solía refrescarse los días de mucho calor.

Cierto día de verano, el bochorno era tan fuerte que, sudoroso, se acercó a la orilla para mojarse las manos y la cabeza. En un descuido, el hacha que utilizaba para partir la leña se deslizó de su cinturón y cayó sin remedio al agua. Desgraciadamente para él, la corriente arrastró la vieja herramienta y desapareció de su vista.

El infortunado leñador comenzó a llorar. Era pobre y el hacha, su único medio de vida.

– ¡Oh, no, qué mala suerte! ¿Qué voy a hacer ahora?

El dios Mercurio,  que a menudo paseaba por allí, le vio tan compungido que sintió mucha pena por él. Se acercó despacito para no asustarle y se interesó por la causa de su tristeza.

– ¿Qué te sucede, buen hombre? ¿Por qué estás tan apenado?

– El río se ha tragado mi hacha. Ya no podré trabajar más cortando troncos porque no tengo dinero para comprar una nueva. ¿Qué va a ser de mí?

Mercurio le mostró entonces un hacha de oro.

– ¿Es el hacha que has perdido?

– No, señor, no lo es.

El dios cogió un hacha de plata y lo puso ante los ojos llorosos del leñador.

– ¿Es el hacha que has perdido?

– No, señor, tampoco lo es.

De nuevo tomó Mercurio un hacha de hierro, viejo y oxidado.

– ¿Es el hacha que has perdido?

– ¡Sí, muchas gracias, señor, qué alegría!

El hombre estaba feliz y agradecido, pero el dios lo estaba todavía más después de comprobar que el corazón del humilde leñador rebosaba bondad. Le había ofrecido dos hachas muy valiosas y el leñador no se había dejado llevar por la codicia ni por la mentira. ¡Era una buena persona que decía la verdad!

– Tu sinceridad tiene premio. Ten el hacha de oro y el hacha de plata. Son para ti. Véndelas y gana un buen dinero. ¡Te lo mereces!

¡El leñador regresó a su casa como loco de contento! Había recuperado su hacha para trabajar y además, el obsequio del dios le permitiría vivir desahogadamente durante muchos años, pues el oro y la plata se pagaban muy bien.

Al día siguiente se reunió con otros leñadores y les contó la extraña historia que había vivido en el bosque. Uno de ellos, muerto de envidia, decidió probar suerte para tratar de hacerse rico también.  Esa misma tarde, se acercó al río, y cuando comprobó que nadie le miraba, dejó caer al agua su hacha de hierro. En segundos, un remolino se la tragó y desapareció. Se puso a llorar fingidamente y Mercurio acudió a su encuentro.

– ¿Qué te sucede? Te veo muy apenado.

– ¡Estoy desolado! Se me ha caído el hacha al río y no sé qué voy a hacer ahora…

El dios le mostró un hacha de oro.

– ¿Es el hacha que has perdido?

Al leñador, al ver el hacha de oro reluciendo bajo el sol, le dio un vuelco el corazón. ¡Era su oportunidad para forrarse de dinero! Llevado por la avaricia, contestó:

– ¡Sí, sí señor, lo es! ¡Muchas gracias!

Pero Mercurio sabía que no era cierto y entró en cólera.

– ¡Debería darte vergüenza! ¡Eres falso y ambicioso! Te irás por dónde has venido sin nada. El hacha de oro seguirá en mi poder y tu hacha de hierro permanecerá para siempre bajo el fondo embarrado del río. ¡Cada cual en esta vida tiene lo que se merece!

Mercurio desapareció bajo las aguas y el leñador mentiroso regresó al pueblo maldiciendo y con las manos vacías.

Moraleja: En la vida hay que ser sincero. No debemos aprovecharnos de las circunstancias con mentiras porque, por lo general, se volverán contra ti.


LAS CABRAS Y EL CABRERO

Esta es la pequeña historia de un cabrero que todas las mañanas, en cuanto amanecía, salía de la granja seguido de sus cabras para que comieran hierba fresca en el campo.

Un día, mientras las vigilaba, doce cabras montesas que vivían sin dueño saltando entre los peñascos se acercaron a las suyas con toda tranquilidad. Le sorprendió gratamente ver cómo unas y otras se mezclaban pacíficamente y compartían el pasto como si se conocieran de toda la vida.

Pasado un ratito se dio cuenta de que ante sus narices tenía una oportunidad de oro que debía aprovechar.

– ¡Esto es genial! Ya que se llevan tan bien me las llevaré todas y así tendré muchas más en el rebaño.

Con el bastón las arremolinó junto a él y las fue dirigiendo hasta la granja. Tanto las domésticas como las salvajes obedecieron sin rechistar, entraron en el establo ordenadamente y pasaron la noche juntitas.

A la mañana siguiente el pastor se levantó y tomó un abundante desayuno a base de leche, pan y jamón. Después se aseó, se colocó un sombrero de paja, y agarró con firmeza el bastón de pastorear. Con paso firme se acercó al establo, pero cuando iba a sacar a las cabras, estalló una enorme tormenta.

– ¡Vaya, qué contrariedad! Me temo que hoy no podréis salir, cabritas mías.

Tenía que dar de comer a los animales pero con la lluvia era imposible llevarlas a pastar. La única solución era cambiar el menú del día y darles heno del que tenía reservado para el invierno.

– Tranquilas, tengo hierba seca guardada en el almacén ¡Ahora mismo os la traigo!

El hombre regresó con una carretilla llena de forraje y lo repartió pero no de forma equitativa: dio un puñado a cada una de sus cabras y tres puñados a cada cabra montesa.

– Sois mis invitadas y quiero que os sintáis a gusto aquí porque ahora ésta es vuestra casa ¡Os necesito y no quiero que os vayáis!

De esta manera sus cabras comieron lo justo mientras las otras disfrutaron de una enorme ración.

Pasó el día, pasó la noche, y a la mañana siguiente la tormenta había desaparecido dejando paso a un brillante y cálido sol. El pastor acudió al establo y abrió la gruesa puerta de madera.

– ¡Venga, chicas, que hoy sí que nos vamos al prado! ¡Ayer llovió mucho y hoy la hierba estará más húmeda y exquisita que nunca!

Dando pasitos cortos todas las cabritas abandonaron el establo rumbo al campo. Ya en el lugar elegido las del pastor se pusieron a comer con ansiedad mientras que las montesas, viéndose libres, salieron corriendo para regresar a la montaña donde siempre habían vivido.

El pastor se quedó pasmado viendo cómo desaparecían en la lejanía y se enfureció.

– ¡Desagradecidas, sois unas desagradecidas! ¡Os he dado más comida que a mis propias cabras y me lo pagáis así!… ¡Qué poca vergüenza tenéis!

Una de las cabras fugitivas escuchó sus palabras y le dijo desde lo alto de una roca:

– ¡Estás muy equivocado, pastor! ¡La culpa de que nos vayamos es tuya!

El hombre se sintió más enfadado todavía.

– ¿Qué la culpa es mía? ¿¡Pero cómo te atreves a decirme eso!?

La cabra montesa le miró a los ojos y sin pestañear, le gritó:

– Sí, tuya porque tu comportamiento fue injusto y ya no confiamos en ti. A las cabras que llevan tantos años contigo les diste menos comida que a nosotras cuando ni siquiera conoces. Si nos quedásemos a vivir contigo y un día llegaran otras cabras desconocidas tú las tratarías mejor a ellas que a nosotras. Perdona que te lo diga, pero en la vida, los seres más queridos son lo primero.

El pastor no pudo replicar nada porque entendió que había cometido un error garrafal. La cabra tenía razón, pero ya era tarde. Inmóvil y en silencio, contempló cómo ella y sus saltarinas compañeras se largaban felices por haber recuperado su libertad.

Moraleja: No confíes en las personas que te prometen o te dan lo mejor a ti dejando de lado a sus verdaderos amigos. Si no son buenos con la gente que más quieren, tampoco lo serán contigo.


EL ÁGUILA Y EL ESCARABAJO

Había una vez una liebre que corría libre y feliz por el campo. Cuando menos se lo esperaba, un águila comenzó a perseguirla sin piedad. El pobre animal echó a correr pero sobre su cabeza sentía la amenazante sombra del enorme pájaro, que  planeaba cada vez más cerca de ella.

En su angustiosa huida se cruzó con un escarabajo.

– ¡Por favor, por favor, ayúdame! – le gritó ya casi sin aliento – ¡El águila quiere atraparme!

El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el águila estuviera cerca del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.

– ¡No le hagas daño a la liebre! ¡Ella no te ha hecho nada! ¡Perdónale la vida!

Pero el águila no se apiadó; apartó al escarabajo de un sopetón y devoró la liebre ante los ojos atónitos del pequeño insecto.

– ¿Has visto el caso que te he hecho, bichejo insignificante? – dijo el águila mirándole con desprecio – A mí nadie me dice lo que tengo que hacer y menos alguien tan poca cosa como tú.

El escarabajo, abatido por no haber podido salvar la vida de la liebre, decidió vengarse. A partir de ese día, siguió al águila a todas partes  y observó muy atento todo lo que hacía.

Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por su crueldad. Esperó a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto de un alcornoque e hizo rodar sus huevos  para que se rompieran contra el suelo.  Y así una y otra vez: en cuanto el águila ponía sus huevos, el escarabajo repetía la misma operación sin que el ave pudiera hacer nada por evitarlo.

Al águila, que se sentía impotente, se le ocurrió recurrir al dios Zeus para suplicarle ayuda ¡Ya no sabía qué hacer para poner sus huevos a salvo del escarabajo!

– Vengo buscando protección, mi querido dios – le dijo a Zeus.

– Yo te ayudaré. Dame los huevos y colócalos sobre mi regazo. Con mis fuertes brazos yo los sujetaré y nada tendrás que temer. En unos días, de estos huevos saldrán tus preciosos polluelos y podrás regresar a buscarlos.

El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco huevos  sobre los brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando en que esta vez, todo saldría bien. Pero el escarabajo, que también la había seguido hasta ese lugar,  rápido encontró la forma de hacerlos caer de nuevo.

Fue a un campo cercano y fabricó una bolita de estiércol. La agarró entre sus patitas y echó a volar. Aunque le costó mucho esfuerzo, consiguió ascender muy alto y cuando estuvo muy cerca de Zeus, le lanzó la bola a la cara. Al dios le dio tanto asco que sin darse cuenta giró la cabeza y levantó los brazos, soltando los huevos que sujetaba.

El águila comenzó a llorar y  miró avergonzada al escarabajo, por fin dispuesta a pedirle perdón.

– Está bien… Reconozco que me porté fatal… – musitó – Debí perdonar la vida a la liebre y me arrepiento de haberte tratado a ti con desprecio.

El escarabajo se  percató de que  el águila estaba realmente arrepentida y desde ese momento respetó los huevos para que nacieran sus crías. A pesar de todo, por toda la comarca se corrió la voz de lo que había sucedido y por si acaso, las águilas ya no ponen huevos en la época en que salen a volar  por el campo los escarabajos.

Moraleja: jamás hay que despreciar a alguien porque parezca pequeño o débil. La inteligencia no tiene nada que ver con el tamaño o la fuerza.



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